Desde su publicación por Eric Ries en 2011, El Método Lean Startup se ha convertido en un clásico imprescindible para cualquier emprendedor. Recuerdo que lo descubrí por casualidad en una librería un viernes por la tarde, lo leí “de una sentada” durante el fin de semana, y el mismo lunes presenté al equipo sus ideas esenciales para que las empezáramos a aplicar cuanto antes.
Su impacto ha sido el de otorgar un cierto cuerpo conceptual o teórico adaptado a las necesidades de startups tecnológicas, especialmente en el ámbito de la creación de productos. ¿Cómo debemos afrontar el desarrollo de un producto o servicio en condiciones de elevada incertidumbre y sin haber descubierto un modelo de negocio sostenible para el mismo?
Desde mi experiencia, los tres conceptos que utilizo con más asiduidad son los siguientes (sin perjuicio de otros como los indicadores accionables, las hipótesis de valor y de crecimiento, el análisis de cohortes, etc.): el producto mínimo viable, el circuito de feedback y el dilema de pivotar o perseverar.
El producto mínimo viable (minimun viable product)
Con objeto de salir al mercado cuanto antes, es necesario definir la aquel producto cuya funcionalidad sea absolutamente crítica o mínima para empezar a aprender sobre nuestros clientes y usuarios. En otras palabras: ¿Cuál es la forma más barata (en coste y tiempo) de testear nuestras hipótesis básicas sobre el producto? Un ejemplo clásico es el de Groupon, cuyo fundador, Andrew Mason, arrancó el servicio con un mero WordPress y generando los primeros cupones en PDF a mano.
La principal utilidad del producto mínimo viable reside en introducir la noción de iteración; es decir, el desarrollo de un producto puede dividirse en iteraciones incrementales o lotes de funcionalidad sucesivos en el tiempo, sin necesidad de esperar a tener el producto “completo” para comercializarlo. Si, por ejemplo, hemos definido una primera iteración de un determinado producto, dejando a un lado características que pueden ser abordadas en una segunda y tercera iteración, y tan pronto como lanzamos esa primera versión descubrimos que su funcionalidad no tiene aceptación entre clientes y usuarios, acabamos de obtener un conocimiento valioso; a continuación podríamos decidir no seguir iterando (en cuyo caso, al menos, habremos ahorrado los costes de haber lanzado el producto “al completo”) o para hacerlo de una forma diferente a la prevista inicialmente.
No obstante, el producto mínimo viable puede ser un concepto engañoso, puesto que una versión “chapucera” o excesivamente simplificada o incompleta con frecuencia simplemente provocará rechazo o indiferencia por parte de nuestro público objetivo (y esto, incluso, puede afectar negativamente a la percepción de nuestra marca, por más que utilicemos expresiones como “beta” o similares). En este sentido, una web con bugs o problemas de usabilidad dificultará enormemente la obtención de aprendizaje alguno. Dependiendo del sector, además, este nivel mínimo puede ser de altísima exigencia por razones diversas, a saber: la competencia, la complejidad intrínseca del producto, las expectativas de los consumidores, etc.
El circuito de feedback crear-medir-aprender (feedback loop)
Alude a la velocidad con la que somos capaces de obtener “aprendizaje validado” sobre lo que nuestros clientes quieren, y que habitualmente se plasma en un kanban de tareas: “To do”, “In progress”, “Being tested”, “Ready for release”, “Analysing” o similares. En el mundo web está estrechamente relacionado con la idea de continuous deployment: cuantas más veces puedas realizar puestas en producción y medir el impacto de tus cambios, mejor. Por ejemplo, Eric Ries indicaba que en la comunidad de avatares INVU introducían una media de 50 modificaciones diarias.
Al final se trata de identificar lo que de verdad quieren nuestros clientes, que no es necesariamente lo que dicen que quieren o lo que nosotros pensamos que quieren. Lo segundo nos dará ideas con las que comenzar el circuito de retroalimentación, peso solo la medición de cómo los usuarios utilizan el producto nos proporcionará ese aprendizaje sobre lo que realmente quieren, sobre aquello por lo que están dispuestos a pagar o no, y ello guiará de una forma sistemática cada iteración en el desarrollo de producto.
Perseverar versus pivotar
Si consideramos que nuestro producto progresa a un ritmo aceptable, procede “perseverar”, o sea, optimizarlo para maximizar su potencial. Sin embargo, si los indicadores de crecimiento no son suficientes y es necesario cambiar de dirección y explorar una estrategia deferente, entonces corresponde “pivotar”. Así establecemos un nuevo punto de partida con base en el proceso de aprendizaje que hemos venido desarrollando. La meta es encontrar una síntesis entre la visión del proyecto y lo que los clientes quieren: no es cuestión de capitular ante lo que los consumidores dicen querer, sino de encontrar un equilibrio que nos permita avanzar lo más rápido posible, pivotando si es necesario.
Al pivotar corregimos nuestra estrategia inicial a fin de testear una nueva hipótesis fundamental sobre el producto, que quizás sea la que facilite entrar en la senda de crecimiento que pruebe un modelo sostenible. El problema es que los costes de desarrollo y marketing asociados a cada pivote pueden ser significativos: la vida que resta a una startup puede medirse en el número de pivotes que puede realizar antes de fracasar.
Volviendo al ejemplo de Groupon, Andrew Mason empezó arrancando una web llamada The Point, que organizaba a grupos de personas para defender causas sociales y cívicas, cuyo éxito fue moderado. En una ocasión un grupo de usuarios adoptó como causa la de ahorrar dinero, pues uniéndose podían aumentar su poder de negociación y conseguir mejores precios. Esta idea, inicialmente descartada por no ser parte del core de The point, llevó a Mason a pivotar y crear Groupon.
Foto: Betsy Weber, Eric Ries – The Lean Startup, London Edition.